Sensaciones y Percepciones
Ya en el siglo XVII el filósofo John Locke propuso que la estimulación sensorial externa es captada por el cerebro como una impresión que cuando es muy intensa llega a emocionar antes de ser percibida, es decir previamente a generar alguna idea. En gastronomía a veces sensaciones y percepciones se confunden. Las primeras hacen referencia a las experiencias sensoriales generadas por estímulos sencillos aislados. Las segundas incluyen la interpretación de esas sensaciones, otorgándoles sentido y en su caso, reconocimiento por la memoria. De entre los cinco sentidos que el hombre posee creo no equivocarme al proponer que la vista y el olfato son sobre todo defensivos mientras que en el gusto y el tacto domina lo afectivo y el oído, quizás el peor dotado en nuestra especie, es esencialmente intelectivo (baste recordar que cuando un hombre es sordo de nacimiento queda privado del habla, una de las funciones que nos define como seres racionales).
Esta línea de pensamiento podría explicar porqué la experimentación en alta cocina y las nuevas sensaciones son más fáciles de asumir por el comensal cuanto más se alejan de los sentidos con marcada orientación defensiva, que por su gran importancia para la protección de las especies están asociados a una fortísima e indeleble memoria visual y olfativa de todo lo que puede suponer riesgo. Y ello viene a cuento porque en los últimos tiempos algunos cocineros están forzando un tanto la búsqueda de nuevos aromas e ingredientes en su cocina. Un ejemplo es la extracción por destilación al vacío de sustancias volátiles a partir de componentes no comestibles de la naturaleza, como ocurre con el potentísimo sabor a tierra húmeda de las ostras y tierra, una de las últimas composiciones de los hermanos Roca en el Celler de Girona. Y otro, el uso de insectos como aperitivos o como propone Ángel León, ex chef de La Casa del Temple de Toledo, la utilización de extravagantes ingredientes (polvo de hueso de calamar, ojos de pescado o jugo de placton de rocas de mar) para adicionarlos a sus excéntricas creaciones culinarias. Respecto a los aromas, puede aceptarse que el olor concentrado a tierra húmeda a algunos recuerde momentos imborrables de sus paseos por el bosque, aunque también debe admitirse que el olor de la materia orgánica que compone el humus desagrada a muchos y que, extremando la cuestión, bastaría ofrecer la experiencia a una persona que ha pasado semanas o meses de su vida encerrado en un zulo para provocarle un shock de imprevisibles consecuencias. Y sobre los insectos o los caldos de rocas marinas, por cierto con frecuencia atiborradas de mercurio y otros contaminantes oceánicos, está claro que no son percibidos como alimentos en la cultura gastronómica mediterránea. En ambos casos creo que los factores negativos asociados a la percepción de las sensaciones desbordan al muy respetable propósito intelectual del cocinero.
En el caso de la proposición de nuevas texturas y sabores, el carácter afectivo del gusto y el tacto hace que todo sea más matizado y sutil. En boca quizás las únicas percepciones que tienen carácter esencialmente defensivo en forma de repulsión son los sabores fuertemente amargos y ácidos, y sobre todo las vinculadas a las temperaturas de los alimentos tolerándose mejor el frío que el calor extremo, por lo que cabe deleitarse con un gran helado hasta a -20º C, es decir, a 57 grados menos que la temperatura a la que se encuentra la boca. Y la clave de todo ello tiene que ver con las propiedades físicas de la materia. Si un alimento se congela por cristalización cede una cantidad de calor al medio que es fija para cada sustancia. Cuando el mismo alimento pasa de nuevo del estado sólido al líquido ha de recuperar desde el medio (en este caso, la mucosa oral) el calor cedido. Este calor recibe el nombre de calor latente de fusión. Dos de las sustancias con mayor calor latente de fusión son el hielo y las bebidas alcohólicas. De ahí que los cubitos y los granizados sean escasamente tolerados en boca ya que necesitan una gran cantidad de calor para fundirse. Por el contrario, las sustancias con menor calor latente de fusión son las grasas en general, incluyendo los derivados lácteos. Por eso cuanta más grasa tiene un alimento, menos fría es su sensación en boca cuando está congelado; casi no se necesita calor interno para fundirlo, como ocurre con los mejores helados. Y de esta sencilla propiedad de la materia surgió la colaboración con Dani García del restaurante Calima del Hotel Meliá Don Pepe de Marbella, cuando en vez de optar por trabajar con granizados alcohólicos para realizar gélidos cócteles con nitrógeno liquido decidimos realizar platos con aceite de oliva y emulsiones lácteas, pues estos alimentos solidificados tienen un calor latente de fusión hasta 20 veces inferior al del hielo.
Fotografías: Ostra y tierra, crujiente de insectos, sémola helada de aceite de oliva, pan y ajo y quisquillas de Motril con palomitas de tomate raf.