Heston Blumenthal: gran cocinero; pésimo psicólogo
Insisto, pésimo psicólogo en el fondo y en la forma. De hecho, hasta ahora no he oído alabar la exposición de Heston Blumenthal a ninguno de los asistentes a las dos ponencias casi idénticas que ha impartido en los congresos Lo Mejor de la Gastronomía y Madrid Fusión. Algunos dicen: “curioso, ha contado algo muy curioso”, “tengo que leer más sobre el tema porque no he entendido mucho”, “una exposición mágica y algo naíf”… O bien se entra ya directamente en la descalificación empleando términos como “yo me he marchado a los 15 minutos, no podía con ello”; “esto es una tomadura de pelo”; “los ingleses nos toman por tontos”... Y es que el discurso empleado por Heston Blumenthal para comunicar su ponencia, que en realidad intentó ser una demostración de aprendizaje conductista, es malo por ininteligible, a pesar de que tampoco los traductores estuvieron especialmente afortunados, de forma que, salvo algún ejemplo obvio como el del sonido del agua de mar acompañando a unas ostras, la disertación no incluyó suficientes relatos gastronómicos ilustrativos de su propuesta para implicar a los cinco sentidos en la degustación de los alimentos.
El conductismo en psicología pretende enseñar mediante el condicionamiento del que aprende. El experimento que mejor lo muestra es el clásico estudio de Pavlov sobre el reflejo condicionado. Cuando una campana suena, el perro no saliva. Por el contrario, cuando se acercan alimentos a su hocico, sí. Si durante varios días se tañe la campana justamente antes de dar de comer al animal, el perro acaba asociando ambos hechos, de forma que finalmente basta sonar la campana para que el perro salive con abundancia. El conductismo, que es un perfecto método para analizar el comportamiento animal, considera innecesario el estudio de los procesos mentales superiores para la comprensión de la conducta humana. Por ello es razonable pensar que no es práctica recomendable en gastronomía, pues el ser humano come no solo para alimentarse como los animales, sino también para gozar racionalmente; sobre todo si se acude a un restaurante de alta cocina contemporánea como The Fast Duck, donde oficia el propio Blumenthal.
Yendo al fondo conceptual de la ponencia, en mi opinión también Heston Blumenthal yerra gravemente. Le pasa como a muchos cocineros creativos que se empantanan cuando hablan de ciencia porque nunca la estudiaron y, muchas veces, ni siquiera han reflexionado suficientemente sobre el tema. Porque el aprendizaje conductista que Blumenthal postula en su demostración es muy útil durante la niñez, pero tiene escasa rentabilidad en la madurez. Un perfecto ejemplo negativo de aprendizaje conductista es el de aquella persona que aborreció el jamón cuando era niño y ya nunca pudo probarlo de adulto porque su abuela le decía: “como no seas bueno llamo al jamón”.
En las experiencias gastronómicas de la madurez lo que cuenta es la memoria episódica, no el reflejo condicionado. El término memoria episódica, que es el tipo de memoria más frágil, hace referencia a la habilidad para almacenar, codificar y recuperar en el momento adecuado una experiencia personal que, en muchos casos, es única en el recuerdo. La memoria episódica, casi ausente en los animales, es la última que se aprende a manejar en la infancia y la primera que se pierde al llegar la vejez. En gastronomía, los “episodios sublimes” que se almacenan en nuestra memoria no son muchos y por estar ligados a los sentidos, pues al fin y al cabo estos son la clave de la percepción y de su recuerdo, en numerosas ocasiones se asocian a potentes estímulos medioambientales concomitantes. Aunque Heston Blumenthal no lo explica suficientemente, este es el efecto que propone al acompañar el servicio de una carne con el chisporroteo de las brasas de la chimenea, a unas ostras del arrullo de las olas que las acarician, al huevo frito del cacareo de las gallinas del corral vecino a la cocina familiar o a cualquier otro alimento de la música que, según su inspiración, podría enriquecer la degustación. No obstante, Blumenthal enfatiza demasiado el papel del oído cuando es el olfato el órgano de los sentidos que más profundamente está asociado a la memoria. Por eso resulta tan indicativa la siguiente frase de Ann Noble, Profesora de Enología de la Universidad de California: «...déjenme darles una noticia mala y otra buena. Prepárense para experimentar una pérdida progresiva del olfato a partir de los cuarenta años, pero dispónganse también para disfrutar cada vez más del olor de sus recuerdos». Este me parece a mí que es el fundamento sensorial de la frase “la mejor cocinera del mundo es mi madre”, favorita de muchos de los que odian la alta cocina contemporánea y se aferran a los recuerdos de su niñez. Por eso cuando Blumenthal sugiere a los comensales adultos y con su vida ya resuelta que llegan a su restaurante que regresen a la infancia, incluyendo el retorno a los ya casi míticos y olvidados caramelos, se contradice a sí mismo. Apela a la memoria sensorial para justificar sus novedosas propuestas gastronómicas que, parece obvio, tienen una faceta intelectual muy importante, pues al fin y al cabo la capacidad de concebir ideas sobre ellas, analizar las nuevas sensaciones que producen, juzgarlas y obtener conclusiones al respecto es algo mucho más cerebral que emocional. Es decir, que un gran cocinero como Blumenthal plantea una explicación puramente memorística para justificar la gran verdad tecnológica y de investigación que existe en su cocina, que incluso incluye sorprendentes texturas desconocidas durante la infancia de los comensales a quienes se les proponen.