Cena mítica en Etxebarri

No, si yo ya lo decía. ¡Talibanes del mundo, vade retro! ¿Lo ves, Rafa? Si era cuestión de echarle huevos y olvidarse de los “timoratos unidos” de siempre. De los infinitos y cansinos náufragos habituales. Tú eres el que sabes, caramba. Y lo has hecho, claro. Bittor Arguinzoniz cocinero del año. ¡Desde luego! Y la prueba palmaria del acierto en la elección, el testimonio vivo y sensorial de que este hombre, desde las remotas y silenciosas montañas, ha fraguado una revolución gastronómica impensada y distinta a todo, en sentido contrario a las tendencias, a los desestructuralismos y a las químicas y físicas subyacentes (aunque usándolas intuitivamente), fue la cena inaugural del VIII Congreso lomejordelagastronomia.com, que celebramos y fatigamos en Etxebarri hasta la madrugada.
Algunos indocumentados, desde un pasmo bobalicón ante la gesta de Bittor (nueve platos, todos estrictamente a la parrilla, para 140 comensales) y acaso resentidos por lo incomprensible, alegaron demasiada duración para la cena. Pero estos no nos interesan, ¿verdad? ¿Demasiado tiempo? Bittor fue capaz, aunque reconozco que aún no sé cómo, de ofrecer toda la panorámica de su filosofía culinaria sin una mácula de fallo. ¿Imposible? Sí, para un ser normal, no para un genio, un orate, un gigante de la parrilla. La verdad, Rafa, es que muchos de los chefs que acudieron a esta cena que ya es mito (dentro de unos años, ya verás, muchos dirán que estuvieron sin estar) se encuentran en la misma situación que yo. ¿Cómo lo hizo? Ciertamente, confieso que estuve a punto de bajar a la sala de máquinas, pero, por una vez, dejé que el hechizo, lo desconocido, quedase sin desvelar. Mira, no quiero ni saberlo. Lo consiguió, y este será el gran secreto.
Los privilegiados que comulgamos con el santo grial de las tecnoparrillas de Arguinzoniz la otra noche, los que asistimos al descubrimiento maravilloso del núcleo mismo del sabor primordial, somos conscientes de que algo ha cambiado en nuestras percepciones sápidas. Atisbamos materia exótica en el deslumbrante chorizo que elabora el mismo Bittor. Sentimos el palpitar marino en sus mejillones. Explotamos en placeres morbosamente sensuales con las ostras. Quemamos nuestros barcos con la imposible yema delicadamente tocada por el tartufo. Nos hirvió la sangre ancestral con los inauditos arenques. Vibramos con los dioses ante la inapelable e inusitada perfección de las angulas. Pecamos embrutecidos con el gelatinoso bacalao. Fuimos salvajemente paganos con la brutal liturgia de la chuleta. Y nos convertimos sin remisión con el insolente helado de leche.
Todo a la parrilla. Y ya dan igual las poleas, los microagujeros con láser, las besugueras insólitas, los inventos…
La revolución gastronómica en sentido amplio quizás sea una entelequia, Rafa, pero sí existen distintas revoluciones, personales, específicas, cuyas sendas son a menudo inescrutables para la mayoría.
Bittor ha hecho la suya. En una dirección completamente distinta a las corrientes principales.
Y la ha hecho desvelando los arcanos aromáticos de las maderas. Robando definitivamente el secreto del fuego a los dioses.
Descubriéndonos la misma esencia de la materia de los sueños.