Aquellas miguitas de antaño
Antiguamente, las migas de pan que permanecían en el mantel después de comer –muy pocas: predominaba el hambre- se echaban a los pollos. Eran años de escasez, cuando había fielatos –una grotesca frontera local de la posguerra- en la entrada de las ciudades para vigilar que no se “importasen” productos de los pueblos (pollos, conejos o aceite) para venderlos en las ciudades.
Las miguitas se recogían con la mano (en las fondas, pensiones o figones) o se dejaban en el mantel, de hule o tela, para a continuación lanzarlas al vacío (caían en el suelo). Después, alguien con una escoba, las barría. Los mendrugos de pan desperdiciados volvían a la panera, para la sopa de ajo del día siguiente o las torrijas.
Un momento trascendental de la historia de la cocina, las buenas costumbres y la elegancia fue cuando alguien inventó el “quitamigas”, en forma de pincel o artilugio y provisto de púas inteligentes. Entonces, los camareros iniciaron el solemne ritual de retirar las miguitas de la mesa con este sencillo adminículo. Había que ser bastante hábil para capturarlas todas. Al mismo tiempo, el profesional encargado del asunto, debía dejar la mesa como recién puesta, operación de maquillaje no demasiado fácil porque siempre se le escapaba alguna miguita o porque el mantel, al final de la comida, estaba tan manchado como la americana de Philip Marlowe antes de llevarla a la tintorería.
El momento de recolectar las migas guardaba algo de ceremonioso y de rigor mortis gastronómico. La pitanza estaba a punto de concluir, a falta del café y las copas. Lo comido se había reducido a cenizas metafóricas, es decir, a migas, o inclusive a migajas, pues comer es un acto efímero. A la vez, daba la impresión de que nos estaban robando las sobras, o que el camarero incurría en allanamiento de morada, o sea, de mantel y mesa.
Hoy, no sabemos por qué, el pan produce pocas migas o ninguna, y es innecesario usar el aparato de siempre. El asunto tiene miga.