La Gran Dama Joven de la Mesa de Navidad
No hace tanto tiempo, cuando la gente, aunque pueda doler reconocerlo, hablaba español bastante mejor que ahora, era algo habitual que de una niña que entraba esplendorosamente en la adolescencia se dijera, especialmente por parte de su mamá y sus tías, aquello de "está hecha una pollita".
Era un comentario elogioso e inocente, que se limitaba a reconocer un hecho inevitable: que aquella niña iba camino de mujer, edad, decían los mayores, envidiable. También en el teatro era importante la llamada "dama joven".
En nuestro mundo gastronómico tenemos también a nuestras pollitas, nuestras damas jóvenes, que son, seguramente, el mejor manjar que puede salir de un gallinero. Lo que pasa es que no les llamamos así: tomamos prestado el nombre del francés, lo españolizamos y lo dejamos en pularda.
Antes no había inconveniente en llamar a las cosas por su nombre, y así Ángel Muro, en "El Practicón" (1895) dedica el apartado correspondiente a la polla cebada, de la que dice que "su superioridad sobre todas las demás aves es incontestable".
La "marquesa de Parabere", en "La Cocina Completa" (1933), la define como "una hermosa polla de buena raza, cebada con exceso, condenada a una inmovilidad casi absoluta en una habitación oscura". Añade que "su carne es delicadísima, siendo el más estimado de los asados". Suscribo con entusiasmo ambas opiniones: no hay ave de corral como la pularda.
Para el Diccionario, es una "gallina de cinco o seis meses, que todavía no ha puesto huevos, cebada especialmente para su consumo". Hay que decir que no ha puesto huevos no porque no le toque, sino porque no le dejan: de lo que se trata es de que no gaste energías fabricando huevos y dedique todo su esfuerzo vital a engordar.
Para eso hay que castrarla, y lo normal es hacerle una castración que podemos llamar psicológica: se la condena a una inmovilidad casi total, en un lugar permanentemente en penumbra. Al parecer, oscuridad y quietud inhiben la puesta. Hay quienes castran quirúrgicamente a las pulardas, mediante la ablación de uno de sus ovarios, pero la operación ofrece más riesgo del deseado.
En fin, psicológica o quirúrgicamente castradas, se las ceba, con cereales mayoritariamente. Echan carnes, y grasas, pero a diferencia de sus parientes no acumulan las grasas bajo la piel, sino infiltradas en sus carnes que así resultan maravillosamente jugosas y de un sabor delicioso. Una pularda puede alcanzar al término del proceso un peso que va desde algo menos de los dos kilos a rozar los tres.
Para mí, es la reina de la mesa de Navidad: si tradicionalmente el gran plato navideño ha sido, y es, un ave de corral, y convenimos en que la pularda es la reina indiscutible del gallinero... está claro quién tiene el cetro de mejor manjar de estas fechas.
Yo compraré para casa una pularda de Bresse, cuna de las mejores aves de corral del planeta, que con su cresta roja, su plumaje blanco y sus patas azules pasean por el mundo la bandera francesa.
A la hora de cocinarla y acompañarla, hay que tener en cuenta que la pularda, como auténtica pollita bien que es, tiene gustos caros: es muy amiga de cosas como las trufas y el champaña, y conviene darle gusto.
Si optan por las trufas, y sin recurrir a la receta de Ángel Muro que prescribe para cada ave nada menos que medio kilo de trufas negras (dice que eso costaba lo menos cinco duros, o sea, como ahora...), la mejor opción es la "poularde demi-deuil" (pularda de medio luto), llamada así por el aspecto que le dan las rodajas de trufa que se le introducen entre la piel y la carne de las pechugas: negro sobre blanco. Esa pularda se sirve cocida.
Pero yo le tengo querencia, como con casi todas las aves de corral, al asado, de manera que será una pularda asada según todas las reglas del arte la que comparezca en mi mesa el día de Navidad. No vendrá con trufas, sino con una buena ración de castañas, que le van estupendamente.
Con este plato principal, me bastarán unos entremeses, unos fiambres del repertorio clásico que iré a buscar a la Carrera de San Jerónimo, a "Lhardy": algo de auténtica cabeza de jabalí, una buena lengua escarlata, la clásica gallina trufada... Ese mismo viaje me servirá para surtirme con prudencia de turrón en "Casa Mira". Y eso será todo, aunque aún haya de decidir la parte líquida.
Y, aunque podría valer un tinto ni demasiado tánico ni demasiado alcohólico, en el supuesto de que diera con él en estos tiempos de tintos casi negros, muy astringentes y de altísimo grado, seguiré las inclinaciones de la damita en cuestión y la acompañaré con la bebida natural de estas fechas, que se entiende a las mil maravillas con las aves asadas: un cava, quizá un champaña, tan brut como sea posible, que serviré en una copa adecuada, ni flauta ni "pompadour" (el vino, en copa de vino, y los espumosos son, ante todo, vino), para, antes de proceder, brindar por todos ustedes.
- Merluza en Salsa Verde