Dos huracanes que cambiaron la cocina española

Hace ya treinta años que Caius Apicius apareció tímidamente en los teletipos de EFE. Eran otros tiempos. También para todo lo relativo a la gastronomía, desde la cocina y los vinos al periodismo o la literatura gastronómica, eso que llamamos, con bastante poca propiedad "crítica gastronómica".

Por aquel entonces, la revolución culinaria apenas empezaba, bajo la etiqueta de una "nouvelle cuisine" cuya versión española encabezaban los guipuzcoanos Juan Mari Arzak y Pedro Subijana.

Se discutía bastante sobre ese movimiento. La verdad es que la cocina española, hasta entonces, se dividía, en lo que a restaurantes de cierto nivel se refiere, entre la que llamaremos "de proximidad", encabezada por la vasca, y otra que despachábamos como "internacional" y que, en general, cuando era buena era de inspiración francesa.
La otra cocina, a fuerza de ser de todas partes no era de ninguna, carecía de identidad.
La gran carencia de la española, entonces, era la imaginación: no había. Por eso, en los años 80, solía cerrar estas crónicas con el grito de "¡la imaginación, al fogón!".
Los espacios gastronómicos en los pocos medios que dedicaban atención a este asunto estaban en muy buenas manos. Se ejercía una crítica amable. Pero el denominador común de aquellos escritores era su amplia cultura, su inmensa erudición: eran personas muy leídas, muy viajadas y muy comidas.
Firmas como Álvaro Cunqueiro, Néstor Luján, Luis Bettónica, "Punto y Coma" (Víctor de la Serna), "Savarin" (el anterior Conde de los Andes) y algunos más daban lustre al género; era como contar con Alfredo Marquerie en las páginas de teatro, Alfonso Sánchez en las de cine o Antonio Valencia en las de deportes.
De repente, un ciclón rompió el pacífico panorama: llega de Francia Xavier Domingo, y se pone a repartir estopa a diestro y siniestro en "Cambio 16". Xavier echaba de menos, como otros, imaginación en una cocina muy apegada a la rutina. Reclamaba atención al producto propio y de temporada, frescura en las elaboraciones.
Fue el gran agitador de la cocina española allá por los años 80.
La gastronomía española moderna nace ahí, y comienza una andadura espléndida. La cocina se pone al día, es objeto de debate, se exige más a unos cocineros a los que se saca del relativo anonimato en el que vivían. Se empieza a hablar más del cocinero que del restaurante. El vino empieza, también, su revolución. El desarrollo socioeconómico tiene mucho que ver con todo ello.
Tiempos de bonanza y de satisfacción, hasta que irrumpe otro huracán, éste radicado en el País Vasco: Rafael García Santos, que decide ponerlo todo patas arriba desde sus periódicos y su programa de radio, y cuya labor pronto trasciende el ámbito vasco.
García Santos arremete contra todo y contra todos y proclama la revolución. Para ello no se conforma con criticar y sacudir hasta al lucero del alba: pasa a la acción, organiza eventos, busca cocineros rupturistas, monta congresos y certámenes.
Tiene, entre otros méritos, el de haber sido capaz de intuir lo que sería capaz de hacer un poco conocido cocinero que ejerce en un rincón de España, en Rosas, llamado Ferran Adrià. O descubrir al impulsivo y nervioso joven donostiarra Martín Berasategui.
La exigencia de estos dos fenómenos naturales hizo que todos los demás tomásemos conciencia de lo que estaba pasando y lo que estaba por pasar.
La gastronomía española, ya entrados los años 90, no es que se moviera, es que estaba sometida a una perenne agitación. Con excesos, claro. Se confundió vanguardia con realidad. La vanguardia es, siempre, un adelanto del futuro, una declaración de intenciones que sólo el tiempo pone en su lugar.
Se hizo de la novedad un valor, se trató displicentemente lo que se etiquetaba como "tradicional". Las cosas, en buena parte a causa de las dos crisis que llevamos vividas, van templando los excesos: hoy conviven con armonía la vanguardia y esa cocina de proximidad que nunca deberíamos abandonar, aunque incorporemos a ella todo lo bueno que aporta la globalización.
Yo he disfrutado, y sigo haciéndolo, de la lectura de precursores como el Doctor Thebussem, Julio Camba, Josep Pla. He aprendido muchísimo de la antes mencionada generación de eruditos. También de mis contemporáneos, entre los que hay firmas de mucho valor y criterios bien elaborados.
Pero muchas veces pienso que nada hubiera sido igual si esos dos huracanes, que para muchos amenazaban con destruirlo todo, no hubieran hecho, con modos -eso sí- poco diplomáticos, justamente lo contrario: crear un estado de opinión que hizo posible lo que es hoy la cocina española. Me hace ilusión pensar que, en estos treinta años, algo he puesto de mi parte para que así fuera.
                                                                                                                                                     EFE