Del "Menú Turístico" al "Menú Artístico"

 Hace unos treinta años, cuando la cocina española pasaba por el período de vacas más gordas que se ha dado en su historia, alguien preguntó a quien ya era el Número Uno Indiscutible, Ferran Adrià, por qué sus menús-degustación incluían, entre snacks, aperitivos, entradas, pescado, carne y postres algo así como dieciséis servicios. Lo normal, lo que marcaba el libro de estilo, era que ese tipo de menú constase de dos entradas, media de pescado, media de carne y un postre: en total, seis platos. Adrià contestó: si yo le sirvo a alguien seis platos y hay tres que no le gustan, quedo muy mal; de dieciséis, malo será que no haya diez o doce que no le gusten... Hubo quien le rió la gracia a Adrià, ignorando que entre los sentidos destacados del cocinero catalán no figura el del humor: siempre habla en serio.
Es curiosa esta evolución. En la guerra civil, el bando nacional decidió, a la vista de la escasez, establecer una jornada obligatoria de "plato único". Por supuesto, a los oligarcas del régimen no les preocupaba demasiado (¿o sí?) que les sirvieran en un mismo plato, de gran formato, una langosta y un solomillo. Los demás... bastante tenían con conseguir llenar un plato de lentejas... sin "carne", esto es, sin bichos.
Pero de ahí vino, con los años, el llamado "plato combinado", estrella de las barras y de las cafeterías. En tiempos de Fraga se obliga a ofrecer un "menú turístico", transformado con los años en el "menú del día". Pero una comida media (hablamos de "comer fuera") constaba de un aperitivo, un plato de pescado, otro de carne (de dietética, como ven, estábamos fatal) y un postre.
Llegó entonces el llamado menú "largo y estrecho", similar al menú degustación que citábamos más arriba. Triunfó. Hubo quien llamó "largo y estrecho" a cuchipandas como la que celebró en el "Vilas" santiagués el añorado amigo Jorge Víctor Sueiro en la presentación de uno de sus primeros libros. El hecho es que todo el mundo se apuntó a aquellos menús que justificaban su evidente longitud con su (sólo teórica) estrechez.
Los tiempos fueron corriendo... y cambiando. Los restaurantes de alta cocina mantuvieron menús de contenidos razonables; el cliente medio buscó otro tipo de mesas, más comprensibles y económicas; los cocineros del grupo artístico, como los del sector científico, profundizaron por la senda de "un menú, treinta platos; pero cada plato, un solo bocado"; dos, como mucho.
No recuerdo de cuántos constaba el menú-exhibición de Adriá cuando acepté que tanto los laboratorios como los talleres de arte y los restaurantes son instituciones de interés sociocultural; creo que andaban por los cuarenta. Y decidí que, en lo sucesivo, sólo iría a comer, en su significado de disfrutar, no en el de trabajar, a restaurantes, decisión que mantengo a efectos prácticos pero que no me impide saber lo que pasa en los laboratorios y los centros de arte.
Un amigo con sólidos conocimientos gastronómicos me cuenta su comida en uno de los más importantes; una veintena de bocados. Crudos, o casi, la mayoría. No entraré a juzgar el menú; a mi amigo le decepcionó. Pero, igual que a Adrià le pregunté por qué casi triplicaba el número de platos de sus menús, le preguntaría a éste (y a los de su línea) qué buscan teniendo al cliente sentado a la mesa cuatro o cinco horas. Quizá pretenden, al revés de Ferran, dejar del menú una memoria vaga, de conjunto, que nadie, al terminar de comer, recuerde qué ha comido.
Y es que básicamente hay dos tipos de restaurantes: aquellos de los que recuerdas el nombre del chef y aquellos otros en los que se te queda grabado en el recuerdo es lo que has comido. El problema: que, a día de hoy, una mesa de restaurante parece más un congreso de paparazzi que un conjunto de ciudadanos dispuestos a darse un homenaje: todos con su cámara.
En su día me pareció una mala actitud la del madrileño "Dabiz" Muñoz, cuando prohibió hacer fotos de platos en su restaurante: hoy le entiendo muy bien. Es la forma de mantener su calidad y que no anden por el ciberespacio rebajadas a fotos de blog, de aficionado. Son fruto de una reflexión honda, una ejecución milimétrica y un determinado esteticismo. Pueden gustar o no, pero no se merecen aparecer como fotos de telematón.
Porque no me negarán ustedes que hay, en los blogs, reseñas de restaurantes que son sólo una colección de fotos con no muy afortunados pies. Pero quedan: las ideas y los recuerdos, cuando tienen un soporte físico (incluyan el virtual), quedan. Aunque, al final, las mejores sean las que no necesitan más soporte que un ilusionado "¿te acuerdas de...?".