¿Se puede hacer alta cocina sin Rotaval?

Había llegado a la conclusión que para disfrutar de la alta cocina, tenía que pasar –y cada vez más- por aceptar las sorpresas que tuviera a bien ponerme el Adrià de turno.

Para ello, los jefes se han valido y se valen, de diversas técnicas de inspiración “Thisiana” y de toda una nueva gama de cacharrería que les permitiera poder ejecutar en una cocina profesional su doméstica alquimia.

Las sorpresas –las buenas- en su momento, fueron nuevas texturas impactantes , jardines floridos en un plato, aromas agradablemente desconcertantes.

Pues bien. Aunque no encontraba el mérito sápido a muchas de estas creaciones o imitaciones –que de todo hay- las acepté en su momento como el juego que eran y me había resignado, conceptualmente, a comer en el Pato Gordo, lo mismo que en la Lavandería Francesa. En la Castellana de Madrid que en la Rue Balzac en Paris.

Por si fuera poco, a los jóvenes cocineros – y a alguno no tan joven- , les basta con incluir en su carta algo pasado por la Gastrovac, algún ingrediente exótico aunque sólo lo sea por una mala traducción y sacar a la sala la pipa de humo o el termo del hidrógeno para pasar por moderno y poder cobrar más de veinte euros por plato

El pasado fin de semana estuve comiendo en un joven restaurante de un consagrado y no muy conocido cocinero sin estrellas. Tuve el placer de disfrutar del menú degustación más redondo y sensato que he probado en mucho tiempo. Alta cocina con mayúsculas, sin venderse a las doctrinas de los jefes mediáticos. Sin sorpresas de destilados de cosas raras, ni de bolitas tan estéticas como sin gracia gustativa, sin peregrinas liofilizaciones....

Creatividad, vanguardia, sensatez y trabajo por fin, sin necesidad de aportar ninguna frivolidad que sirva para justificar las ocho mil pesetas del menú.

¡La cocina existe!

Jaime Ignacio Jiménez Sánchez
Pozuelo de Alarcón (Madrid)