Cada día me doy cuenta un poquito más de que cada vez entiendo menos. Cómo me gustaría poder aprender, recibir lecciones, por ejemplo, de algún inspector de la Guía Michelin. Aun así, soy un perfecto afortunado. Ejerzo como asesor de Gasma, una increíble Universidad de Gastronomía y Management Culinario, lo cual me permite, casi a diario, entrar en cocinas, inspeccionar materias primas, descubrir ingredientes, visualizar técnicas, aprender de grandes maestros…compartir situaciones inabarcables a la vera de enormes cocineros, entregados profesionales, mejores personas.
Voy a comer a restaurantes por doquier y permanezco sentado hasta que mis pies estorban a la persona encargada de la limpieza del comedor, al siguiente turno exigiendo paso con decoro, o bien hasta que es el agotamiento absoluto el que imposibilita continuar mi aprendizaje, aprovechando tertulias y comentarios en torno a la mesa que me dio satisfacción. Lo tengo claro, moriré aprendiendo, no enseñando.
Unos meses atrás cené en el restaurante gastronómico de Ricard Camarena. Observé, en la Guía Roja, para no llevar equívocos, la ‘categoría’ que se le otorga. Cierto es que el mencionado documento es todo un referente mundial, al que los cocineros, en general, rinden reverencia, compartan o no su dictamen, expresen o guarden su parecer al respecto. Yo siempre he respetado el trabajo de los demás, las opiniones sinceras, la libertad humana. Por eso, considerando el susodicho vademécum y su trascendencia para chefs y cercanos, concluí por aseverar finalizada la citada experiencia que no me entero de nada. Me la han debido de meter doblada o triturada. Porque yo me pregunto: ¿Qué mejoraría de este restaurante, de su cocina, si fuera mío? Y la respuesta no emerge con la facilidad que lo hacen las pirañas si les echas carnaza. Es probable que no posea capacidades para observar objetivamente y analizar cómo se come y bebe en esta casa. Claro, después de zamparte un excepcional ultra menú degustación armonizado con elegancia satisfaciendo tus apetitos carnales, es posible que uno no sepa discernir entre el bien y el mal. Vaya, que mi entusiasmo es directamente proporcional a mi carencia de sentido. Quizás esa sucesión de interminables complacientes snacks no sean el preludio aceptado de una exclusiva mesa de categoría. Es posible que el sincero buñuelo de cerdo ibérico, o el agradecido jugo de pollo de corral-limón-jerez de recibimiento, templado, satisfactorio y limpiador no sea lo esperado de un cocinero humilde y auténtico. Tal vez el divertido antojo sin trampa, maíz a la llama – semilla de hinojo, masticable como un choclo, educadamente dulce, anisado y osado; el exuberante incorpóreo capuccino de tomate que esconde en su interior unas dulces y cremosas habitas, un herbáceo envolvente retrogusto a hierbabuena, la chispa del habanero en una sedosa composición, no sea el Preludio deseado por un crítico de rango. Peor me lo pones si se te presenta la ensaladilla más insolente y fresca que nos hayamos tomado hasta la fecha; un taco de lechuga, soporte y concepto, de una rusa con unos taquitos de corvina que se dejan palpar. Y esos enanos, que seguimos degustando con las manos. Fingers educativos que el ingenioso Camarena podría servir en todos los colegios del mundo para que los niños coman verduras con gusto y alegría. Como Zipi y Zape se entregan, por un lado, un goloso ‘brazo de gitano’, piel de calabacín envolviendo un gulesco steak tartare coronado por una fruta del bosque y el matiz recurrente, de gusto y equilibrio que le aporta un punto de requesón. Zape es más radical si cabe, Nabo-Rábano-Caviar de Salmón. Si son capaces de que alguien no amante de estos ingredientes pueda salivar con una preparación como la que aquí se exhibe, presenten ustedes su candidatura a los Nobel. Pero si de pecado hablamos, vayan rezando un Padre Nuestro. Desde el bocadillo de Nocilla nadie había inventado un pan relleno con tanta chulería. Un lujurioso brioche henchido de una no menos lascivia cebolla asada, unas notas amargas de café y trufa rallada. ¡Que Dios nos pille confesados! La jarana continúa. Bien nos podían haber cambiado las servilletas dos o tres veces, en una comida ideada en su entrada para disfrutar con las manos, pero la limpieza es absoluta. Nada mejor que chuparse los dedos para evitar tanta contaminación y gasto innecesario. Seguimos con las herramientas más antiguas de la Historia deleitándonos en las obras, aparentemente triviales, profundamente laboradas y estudiadas, con un guiño al Mediterráneo y sus costumbres. Una patata nueva confitada se rellena de un actualizado all i pebre coronando la pieza con almendra, engrandeciendo con pocas palabras una obra de la tradición valenciana. A su lado, una delicada audaz galleta de anguila, remolacha asada y el anisado eneldo, muestra con ahínco la profundidad del pez sin necesidad de contemplar su tenebrosa apariencia. Una gloriosa masa gulesca de tapioca y almidón de arroz, gomosita y placentera en estructura, tal cual una empanadilla, rellena de apio a la brasa-pollo-mostaza, y el Mega Hit compuesto con una impoluta Ostra valenciana, aguacate, grasosidad y acidez como chupar una lima sin cesar, sésamo, y ‘horchata’ untuosa de galanga, parecen indicar que el principio y el final montan tanto, tanto montan.
Llegados a este punto permítanme una pausa. Espero se me haya entendido la socarronería en mi mensaje. No pretendo dar lecciones a nadie, pues no soy nadie para hacerlo. Pero me da una pena descomunal contemplar la situación. A mí particularmente me importa un bledo si Ricard Camarena posee una estrella, dos o tres. Pero todos sabemos a estas alturas de la película, que el referente mundial de la gastronomía afecta, y mucho, a los profesionales de la alta culinaria. Sus calificaciones son bendiciones para unos cocineros que dignifican un oficio entregando su vida si de ello depende. Por eso, nada puedo añadir más en este sentido, que decirles que la vida no siempre es justa, no hay más que mirar alrededor para darnos cuenta que vivimos en un mundo imperfecto. Ojalá que bastara solamente con la satisfacción personal de darlo todo y considerar que lo realizado es lo mejor que uno mismo puede entregar. Pero, de nuevo, un callejón sin salida. Con esto, tal y como hemos concebido nuestra vida, no basta.
Así que tiro la toalla y de nuevo con simpatía y guasa no se me ocurre nada mejor que arrodillarme y ponerme a rezar al Dios Bibendum para que sea generoso y les conceda a nuestros admirados la vida eterna. Hágase justicia aunque perezca el mundo.
A este restaurante se le puede exigir aproximarse a un diez. Y para que vean que lo que aquí escribo no es una alabanza sin sentido porque vendiera mi alma al diablo, o porque sienta admiración y cariño por Ricard, que así es, ni porque además lo considere un amigo, que también, me permito con respeto y educación opinar que modificaría a mi gusto personal de la experiencia. Creo que el servicio de una sala debe de leer la mesa a la que se enfrenta. Si el cliente ruega con su actitud cercanía, entiendo que el sumiller debe, dentro de un control y ciertas pautas protocolarias, brindar un servicio que convine el academicismo con la complicidad, (al igual que si el comensal se muestra distante, este personal debería mantener esa línea establecida).
También les diré, para que no se me tilde de vendido, ni que mis comentarios no argumenten por encima del gozo y disfrute, bordando la perfección gustativa la innumerable lista de platos ofrecidos a lo largo de un menú degustación, a pesar de la cantidad, equilibrado y digerible, sí que puedo convenir que se acertaría quizás concretando, afinando un poquito más, en unas composiciones cargadas de una mezcolanza de especies, aromas, cierta orientalidad, alambicadas, y algo faltas de inmaculabilidad definible, ya que, estando increíblemente ricas todas las recetas exhibidas, en ocasiones cuesta identificar sus elementos. Dicho esto, para mí Ricard Camarena es uno de los mejores cocineros de este país, y su mesa una de las más recomendables, que alcanza un nueve para Rafael García Santos, estando yo absolutamente confiado en que puede aumentar dicha nota (en sentido figurativo), si este pequeño apunte, a mi modesto entender, se tuviera en cuenta.
Dicho lo cual permítanme seguir regodeándome en el festival del que les hablaba.
Estaba cenando aquella noche en el restaurante valenciano Ricard Camarena. En este momento ya había empapado los calzoncillos. Finalizado este “insignificante” Preludio (perdón de nuevo por mi sarcasmo, hoy incontrolable), llegan los Platos, obras maestras, composiciones angelicales, deliciosas elaboraciones conceptuadas partiendo de la premisa del sabor, el producto verdadero, el método no abrasivo, la sinceridad, el ensayo, la agudeza y, sobre todo, el buen gusto.
En este primer pase no se sabe si fue antes el huevo o la gallina. Porque nadando en una dulce y floral infusión fría de tomate con un soplo ahumado, mentolada con rotundidad por unas hojas de shisho, engrasada con aguacate, hermanada convenientemente con una copa de Jerez, una cremosísima quisquilla superando su versión al natural, muestra en excelencia su plenitud.
El cometido de Ricard con los pequeños agricultores marcha por buen camino. De ello presume exhibiendo unas pequeñas, en tamaño, alcachofas, grandes en atributos, que acompañan, o sirven de acompañamiento (volvemos con la dicotomía) de unas cocochas de merluza, en un cuenco inundado por un sedoso bullit o hervido valenciano con sus ‘sacramentos’, aumentando la duda del protagonismo a tres bandas en un homenaje a su huerta y costumbres.
Belleza, cromatismo y pureza. Golosinas para adultos. Unos guisantes exquisitos, tratables en el paladar, estofados en un balsámico pesto de albahaca, se pelean por besar a una virginal gamba roja plena de salinidad y esencia. Guerra cuerpo a cuerpo que deberán afrontar contra un desgarrador queso belicoso con ácidas aguzadas intenciones.
¡Brutal! La estructura de los “espaguetis” confeccionados con calamar, carnosos y al dente, engrasados en manteca negra, el cuasi olvidado napicol, el intenso aroma de la trufa, la chispa de unas alcaparras… Redondez henchida de empeño incrementada en un segundo tiempo en este mismo juego con un taco crujiente que incorpora un “tartar” de sus patas al partido presentado inesperadamente con picardía.
Irrumpe con una atronadora solidez el Consomé de pato salvaje de L’Albufera y robellones.
¡Buff! Hay fauna y naturalidad, aromáticas, verdor, torrefactos, dulzor y salazón; aromas con alegría, encontramos subidas y llanuras, convergiendo porno y virginidad. Hallamos cocina, delata vida. ¿Qué es lo que no hay?
El equilibrio conseguido mediante contrastes, no con armonías.
El indispensable arroz de la casa dista mucho del costumbrismo dominguero extra-“sabroso” de interminable digestión y fatigosa conmemoración. Aquí el chef muestra el cereal en todo su ser, cremado, engrosado con nueces, aromatizado con trufa, acariciado sagaz y elegantemente con una pimienta excepcional, balsámico acrecentado con eucalipto, alentando la amalgama, incitando a la insistencia encadenada de cucharada tras cucharada.
Llegando al orgasmo, un último movimiento. Esa parte pecaminosa que el Chef del Mar reavivó extrayéndola de la tumba, arrebatándosela a los muertos para el disfrute de los vivos. Una terrina de parpatana, glaseada, entremezclada con una no menos culpable patata chafada asada/horneada; como remate refrescada con cebolla y unas verduritas.
De la cocina dulce de Ricard Camarena se han escuchado con tino todo tipo de elogios. Pocos restaurantes en este país ofrecen la complejidad y el placer que deparan los postres de esta casa. Redoblado en múltiples matices, el mango maduro curado, bañado con una sopa de curry dulce, entremezclada con helado de curry verde, coco, hierbas, citronella, lima kaffir, sésamo garrapiñado, ácidos, picantes, herbáceos, tostados…¡BASTA!
Continuidad en frescor en sus dulces el que ofrece con una ensalada de cítricos, con ese guiño perenne a sus raíces y entorno. Y para finalizar el Armagedón. Inaudita la textura, la gomosidad y esponjosidad obtenida y expresada a través del pastel de calabaza (de nuevo tapioca y almidón de arroz), que se circunda de unas canicas de yogurt además de jengibre. El hijo adoptivo predilecto del matrimonio celebrado entre un mochi y un tocinillo de cielo.
Esto ofrece Ricard Camarena en su restaurante, que, como saben, ya estrena ubicación en Bombas Gens Centre d’Art, espacio que anteriormente fue una fábrica de los años 30 estilo art déco industrial.
Un cocinero de raíz y de vanguardia, abocado a construir un mensaje desde el territorio con material propio y extraño, que suma talento, gusto, ingenio, integridad excitando con pureza elemental. Sin lugar a dudas un referente actual de la nueva cocina de autor, cabal, creativo a la vez que sosegado en alardes técnicos, excluyente de los inverosímiles, perfeccionista de la esencia, pudoroso, verdadero y sincero. Hoy por hoy, pocos con un mensaje tan oportuno, inherente, referente, referenciado.
¡Un estrella Michelin, vaya! (Ya me entienden, como Josean Alija)
Qué más quieren que les diga. ¡Este tío es la ostia!