Rafael García Santos, en su editorial publicado en Lo Mejor de la Gastronomía, expresa melancolía por una edad de oro que ya parece diluida en la posteridad. Y puede que incluso nosotros mismos sintamos pena por la pérdida de un impulso que nadie sabe si algún día volveremos a recobrar. O que el suelo se resquebraje a nuestro alrededor. O que algunos conocidos inquisidores se regodeen en nuestro cogote de la oscuridad en que vivimos hoy y aprovechen para lanzar proclamas contra este episodio histórico de nuestra gastronomía que hemos tenido la inmensa suerte de vivir.
No se me ocurre otro símil comparativo. Tal vez mis años de seminario provoquen estos abscesos de mesianismo, pero me da la sensación que este instante de nuestra gastronomía se parece a la Pascua de Pentecostés. Es la fiesta más importante de la liturgia cristiana, una fiesta que se celebra durante 50 días, desde el domingo de Pascua hasta Pentecostés, en que desciende el Espíritu Santo y marca el inicio de la actividad de la Iglesia, es decir, la difusión de las enseñanzas de Cristo por los cinco continentes. El apóstol Santiago llegó hasta el fin de la tierra conocida, Finisterre, y el resto de los apóstoles se repartió por el mundo. Casi todos murieron martirizados y a su vez dejaron sus enseñanzas en manos de otros probos cristianos que también fueron martirizados, como San Lorenzo, patrón de mi pueblo y de todos los asadores.
Por eso el editorial de García Santos y el análisis de lo emprendido por la gastronomía durante estos años me han llevado a establecer esta comparación: ¿acaso los congresos de cocina no han sido un poco como los sermones desde las colinas que rodean el lago de Tiberíades?. ¿No te parece, querido lector, que las esferificaciones, las espumas, los aires y estos nuevos conceptos y técnicas culinarias nos han cual si de milagros se trataran? Y aquel histórico momento del Madrid Fusion de enero 2005, cuando Ferran Adrià lanzó en público los 25 postulados de su cocina, ¿acaso no guardaban connotaciones parecidas a las bienaventuranzas?.
Lejos de mí toda intención de herir la sensibilidad de los cristianos, ni ser pretencioso utilizando un símil que seguro le viene muy grande a la cocina española. Cada año es más difícil encontrar momentos mágicos en los congresos, como aquel año en San Sebastián, cuando Ferran Adrià nos presentó las esferificaciones… O cuando Joan Roca nos dio a conocer su cocedor para bajas temperaturas Roner… O cuando Dani García sacó al escenario aquella botella de nitrógeno… Ahora ya se ve acudir a los congresos cada vez menos chefs, pues la falta de grandes aportaciones o “milagritos” se traduce en decepción y vacío. Pero es que quizás no cabe esperar ya más. Quizás con la tecnología de que disponemos hasta el mismísimo Adrià y su equipo se las ven y se las desean para sacar nuevos conejos de la chistera cada temporada.
Antes al contrario, creo que el desasosiego se traducirá en felicidad si somos capaces de profundizar en el legado de técnicas recibidas, y más aún si traducimos esas técnicas a un lenguaje más inteligible para los más inmovilistas y más inteligente para los refractarios a la cocina de vanguardia. Debiéramos, como dicen los críticos Fernando Gallardo o Rafael García Santos, empezar esta vez de arriba a abajo para así afianzar la base de la pirámide, los cimientos de todo lo conseguido, en una palabra. Y, siguiendo el ejemplo mesiánico, predicar, difundir, dar a conocer y seguir el ejemplo de un apóstol genial, Gaston Acurio, que construye el Perú a golpes de ceviche.
Tengo el convencimiento de que nuestra cocina, la cocina española, se internacionalizará a través de la tapas, de los gastrobares y de los restaurantes más asequibles. Dejemos de aspirar al triple salto mortal y saltemos todos a la vez con un impulso más corto para que el mundo se mueva y conozca que poseemos un legado gastronómico milenario e inigualable.
Francis Paniego
Ezcaray (La Rioja)